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jueves, 8 de mayo de 2008

Mirando atrás

Hace unos días que el verano avisa de su llegada. Para mí, son unos días difíciles, porque no soy precisamente un amante del calor. Mi piel se torna rojiza al más mínimo contacto con los rayos del sol. Como otros años, me he vuelto a quemar cara, cuello y brazos en cuanto la temperatura ha pasado de 20ºC. No es de extrañar que, en mis primeros días de playa, la gente aparte la mirada al verme llegar. No porque dé asco, que bien podría ser, sino porque mi piel es de un blanco nuclear que refleja la luz cual espejo.

El caso es que, en previsión de males mayores, decidí visitar hace poco la playa para intentar coger algo de color de cara al auténtico verano. Una misión harto complicada, teniendo en cuenta que mi lechosidad no se atenúa con la exposición al sol, sino que más bien se enmascara bajo un enrojecimiento gambitero que retorna a su estado natural tras la despellejación post insolatio. Mis mejores amigos en verano son, por este orden, un bote de protector solar factor 25, una sombrilla de ala ancha y unas gafas de sol que permitan mirar chanitas en topless sin ser visto.

La incursión resultó un fracaso, pues el tiempo no acompañó como esperábamos, pero los días que pasé en Santiago de la Ribera, en la casa de mis abuelos maternos, me hicieron recordar tiempos mejores. Tiempos en los que la vida era mucho más sencilla y mi única preocupación era cazar saltamontes.

Los primeros recuerdos que tengo de mi infancia en la playa, transcurren en esa casa. Era habitual que mi hermana y yo pasáramos un tiempo en casa de mis abuelos junto a mi madre. Mi padre no cogía casi vacaciones por entonces, pero venía de vez en cuando. A veces, incluso, los niños nos quedábamos con mis abuelos y nos repartíamos para dormir por toda la casa. Teniendo en cuenta que mi madre tiene ocho hermanos y mis abuelos maternos en aquellos días contaban unos veinte nietos, ahora me parece toda una hazaña. Para hacer honor a la verdad, dos de mis tíos tenían una casa en la Torre de la Horadada, otro en la Ciudad del Aire y uno vivía en Marbella, así que sus hijos no contaban para el cómputo global.

Aquellos días de verano se repetían como los cromos de Panini.

Mi abuelo, que era Capitán del Ejército del Aire, tocaba diana a eso de las 9'00. La señal de que iba siendo hora de levantarse era el olor a café recién hecho. En algunas ocasiones, mi abuelo me hacía para desayunar un ponche de huevo, además de las pertinentes galletas de María Fontaneda y las tostadas con mermelada.

Mientras los mayores se acicalaban, yo me afanaba en hacer mis deberes del verano. Estaba convencido de que mi profesor, el señor Don Juan, iba a corregirlos a la vuelta. Bendita inocencia.

Unas veces bajábamos con mis abuelos a la playa de la Ribera, junto a la Base, y otras íbamos con mi padre a la Torre. La segunda opción era mucho más productiva a los ojos de un infante. Mis primos mayores cazaban pulpos, y los pequeños nos entreteníamos luchando a brazo partido con las olas o saltando desde un improvisado trampolín en unas rocas cercanas. A veces, hacíamos acopio de cangrejos ermitaños. Es increíble, pero a un cangrejo de éstos, que parecen super inútiles, sólo hace falta ponerles un nombre como Indurain o Chiapucci para que muestren un increíble espíritu competitivo. Para que luego alguien dude de la capacidad de un crustáceo que vive en una concha robada. ¡Qué tardes más memorables nos dejaron aquellos años en el Tour!

Cuando no comíamos en casa de mis primos, tocaba etapa contrarreloj para llegar a casa de mi abuelo antes de las 14'00, la hora de comer. En el punto intermedio, había un avituallamiento. Patatas de la Torre para abrir boca. Si llegabas tarde a casa de mi abuelo, y éste se encontraba ya sentado a la mesa, corrías serio peligro de quedarte sin comer.

Después de comer, lo habitual era dejar a los pequeños viendo la tele y a mi abuelo durmiendo después del Telediario de la Primera, mientras que los mayores iban a tomar un café. Nos chupábamos cualquier reposición o refrito veraniego, tipo el Equipo A o el Coche Fantástico y, a la vuelta, nuestros padres siempre traían helados.

Por la tarde, salíamos a comernos el mundo. Yo tenía mis amigotes, Felipe, Ginés y Pedro, con los que salía a espachurrar saltamontes, a recoger caracoles y a comernos los nísperos del vecino. También había una chica de Madrid, que se llamaba África, y una chica francesa, Mélodie. Y un perro simpático, el de los otros vecinos, cuyo nombre era Olimpo. Olimpo resultó ser un animal super lanudo y juguetón. Pocas veces más en mi vida he visto un perro con el pelo a lo afro.

Pero desde luego, si a mí había alguien que me tenía fascinado, era Mélodie. Me tenía enamorado. Pero un amor puro, no como los de ahora, que nada más que piensas en bajarle las bragas. Yo a la francesita la idolatraba. Era de Lyon y un año mayor que yo. Nos pasábamos las tardes con ella jugando a las cartas. A veces, si había suerte, nos cantaba alguna chanson en francés. A mí me parecía que tenía la voz más bonita del mundo y, sin duda, ella fue la razón de que yo estudiara francés durante nueve años.

La familia de la lyonnaise nos parecía super rara, porque comían a las cinco de la tarde y hablaban cantando. Pero a mi primo David eso no parecía importarle, ya que solía vérsele en compañía de las hermanas de Mélodie. David solía salir cuando empezaba a anochecer y llegaba a casa de madrugada. Por la mañana, lógicamente, estaba hecho un trapo. Ahora entendemos muy bien lo que motivaba al muy golfo.

Según caía la tarde, nos comíamos un bocata para cenar y apurábamos el día jugando al bote botero. Cuando los mosquitos hacían acto de presencia, nos retirábamos hasta el día siguiente.

Y así pasaban los días. Un bucle infinito de sencilla y llana felicidad.

Con el tiempo, todos nos hicimos mayores. Las cosas cambiaron, y las francesas dejaron de ir a la playa. Hace unos meses, al pasar por delante de la casa de Mélodie, vi que estaba a la venta. La última vez que pasé, el cartel había desaparecido.

La verdad es que yo nunca supe qué decían aquellas canciones en francés, pero me hubiera gustado oírlas una vez más.

Junto con aquella chica de Lyon, se fueron mi infancia, mi inocencia y aquel amor casto y puro.

Lundi matin,
le roi, sa femme et le petit prince
sont venus chez moi
pour me serrer la pince.

Comme j'étais parti,
le petit prince a dit:
"Puisque c'est comme ça,
nous reviendrons mardi."

Mardi matin…

Mercredi matin…

Jeudi matin…

Vendredi matin…

Samedi matin…

Dimanche matin,
le roi, sa femme et le petit prince
sont venus chez moi
pour me serrer la pince.

Comme je n'étais pas là,
le petit prince a dit:
"Puisque c'est comme ça,
nous ne reviendrons plus."

Ahora, con las chicas nada más que pienso en guarradas y tengo un nivel de inglés que ni Tarzán. En fin, c'est la vie.