Desde que Moka llegó a mi vida, me he vuelto un ser humano infinitamente más ñoño. He pasado de comer conejo, relamiéndome y sin remordimiento alguno, a alimentar y cuidar a una de estas peludas criaturas mejor que a mí mismo.
Cuando llegó a casa no era más que un gazapo pequeño y peludo. De color indefinido entre el marrón y el gris, pasó los primeros días fuera de su jaula alternando los bajos de la cama y del sofá, con los ojos como platos y una evidente expresión de pánico. Es lógico. Que te separen de tu madre y tus hermanos con apenas unos meses de vida, y un tiparraco enorme te meta en una caja y te lleve a un lugar totalmente desconocido, para un animal de presa debe ser tremendamente traumático.
Con mucha paciencia y mostrándole en todo momento que mis intenciones eran buenas, valiéndome para tal menester de zanahorias, plátanos y pienso, conseguí que dejara de huir despavorida al verme. Con muchísima más paciencia conseguí que correteara alegremente mientras yo permanecía en la misma habitación. Verla corretear y saltar de alegría corroboró que estaba haciendo lo correcto para ganarme su confianza.
Llegados a este punto, pensé que ya iba siendo hora de domesticarla. Lo primero, era elegir un nombre. Barajé algunas opciones, aunque finalmente determiné que debía ser ella misma la que decidiera. Doblé algunos papelitos con un nombre dentro y se los ofrecí. En sus tres tentativas, eligió siempre el mismo papel, con el nombre de Moka.
Con los mismas hortalizas con las que me la gané, conseguí que acudiera rauda cual rayo cada vez que la llamaba y que volviera a su jaula cada vez que se lo exigía. Castigándola sin salir cuando se cagaba fuera de su jaula conseguí dejar de andar detrás de ella recogiendo conguitos. Observando sus costumbres a la hora de miccionar, logré que utlizara un baño similar al de los gatos.
Al tiempo, Moka fue incrementando su confianza en mí. Tras muchas horas de caricias en su jaula, comenzó a corresponderme lamiéndome la mano. Un día, me sorprendió subiéndose a la cama mientras yo leía. Hoy, se tumba a mi lado mientras le acaricio detrás de las orejillas y me sigue a todas partes. Y llevamos juntos menos de un año.
Después de todo esto, estoy seguro de que nunca más podré volver a comer conejo.
miércoles, 15 de julio de 2009
Nunca más comeré conejo
viernes, 3 de julio de 2009
Detrás de las cámaras: Alien
Cuando se habla de 'Alien', el film de Ridley Scott, la primera imagen que viene a la mente es la de un bicharraco negro y terrorífico, con ácido en lugar de sangre y un ansia irracional por destruir a todo ser vivo, cualidades éstas que hacían de él el ser menos apropiado para intentar razonar en una hipotética lucha a muerte.
Pero más allá de esta imagen creada por el cine, la vida de este espeluznante ser de pesadilla no podría ser más distinta.
Robert K. Alien nació en Madison, Wisconsin, el 29 de febrero de 1956. Fruto de una indecorosa relación, un amor prohibido entre un inmigrante hondureño y un oso grizzly, Robert Khimki fue abandonado a las puertas de la Parroquia Luterana de Betel.
Tuvo una infancia difícil. Los demás niños huían despavoridos ante su sola presencia. Según se hacía mayor, el pánico degeneró hacia una absoluta falta de respeto por su persona, lo que derivó en abusos reiterados por parte de sus compañeros, que constantemente insultaban y daban collejas a Robert en el recreo. Como él mismo recuerda, "en una ocasión, yendo de excursión al lago Michigan, llegaron incluso a lanzarme a la fosa séptica de un camping; fue horrible; todos se reían de mí y tardé casi dos semanas en quitarme aquel nauseabundo olor a material fecal".
Recorrió multitud de centros estatales en busca de una aceptación por parte de la comunidad que nunca llegó. Generaba terror entre la población blanca, la comunidad negra lo consideraba demasiado horripilante, los latinos no lo aceptaron por no ser suficientemente 'genuino' y los demás osos lo miraban con cierto recelo y desconfianza.
Tras alcanzar su mayoría de edad, fue aceptado por el zoo de Milwaukee como atracción principal. Y fue entonces cuando su vida dio un giro inesperado.
Ridley Scott, de vacaciones en Milwaukee, preparaba por aquel entonces el rodaje de una película de ciencia ficción, en la que necesitaba de un ser abyecto, venido de las profundidades del infierno, para hacer el papel de alienígena. La tarea no estaba resultando nada sencilla, sobre todo después de que el principal candidato para el papel, el español José Sacristán, hubiera declinado la oferta para continuar con el 'landismo' en su país. Paseaba por el zoo de la ciudad cuando se produjo el descubrimiento del director. Al ver a Robert, sintió, además de náuseas, que sus plegarias habían sido atendidas.
Tras escuchar la propuesta de Ridley, Robert no lo dudó ni por un instante y se trasladó con el director a Londres, para comenzar de inmediato el rodaje de 'Alien'.
El resto es historia.
Después de su primera película, vinieron otras. Producciones como 'Alien, el regreso', 'Alien 3' o 'Alien: Resurrección', además de dos secuelas más compartiendo protagonismo con Predator, así como numerosos videojuegos, hicieron de Robert Khimki una estrella a nivel internacional.
Hoy en día, poco queda de aquel espeluznante y desgarbado ser que aterrorizó a toda una generación y conquistó nuestros corazones, así como otras vísceras.
Retirado de toda vida pública tras el escándalo del Hotel Paradise Inn de Miami, donde celebró una fiesta privada en su suite acompañado de algunas jóvenes participantes en el Certamen de Miss Belleza Latina de 1996, cuando se le suponía un romance con su compañera de reparto en la trilogía que le hizo famoso, Sigouney Weaver, Robert Khimki decidió cambiar el rumbo de su vida. Aquel traspiés le costó, además de su relación con la actriz, numerosas críticas y una notable caída en su reputación. Más aún cuando se comenzó a especular con la posibilidad de que una de las asistentes a la fiesta fuera la brasileña Aline Rezende, por aquel entonces menor de edad.
Tras una búsqueda espiritual que le llevó a recorrer la India y Tailandia, tuvo lugar un encuentro en el Tibet con el Dalai Lama que le marcaría para siempre.
Sir Robert Alien, desde que en 2004 la reina Isabel II le otorgara tan eminentísimo honor, con motivo del 25 aniversario de su primer largometraje, se ha volcado desde entonces por completo en la filantropía. Apoya numerosas causas en beneficio de los más desfavorecidos, labor que le valió en 2007 el reconocimiento como premio Príncipe de Asturias de la Concordia, compartido con el Museo de la Memoria del Holocausto de Jerusalén.
A sus 53 años, este engendro da hoy de todo, menos miedo.